El hipocampo de oro
La casa de la señora
Glicina era pequeña y limpia. En la aldea de pescadores ella era la única mujer
blanca entre los pobladores indígenas. Alta maciza, flexible, ágil, en plena
juventud. Más la señora Glicina no era feliz: viuda y estéril.
Un día apareció un
barco extraño, con un gallardo caballero. Durmió con ella sin que ella le
preguntara nada, porque ambos tenían la conciencia de que eran el uno para el
otro, se confundieron con un beso. Y la señora Glicina fue desde ese momento la
viuda de la aldea. Pasaron tres años, caminaba la viuda por la orilla de la
playa. Caía la noche. Entonces un animal rutilante surgió entre las aguas
agitadas Y empezó a llorar desconsoladamente.
- “¿Por qué eres
tan desdichado señor?- Un rey bien puede decirle a sus súbditos que
le de todo lo que tienen pero no la felicidad. Si mis siervos supieran que su
rey podía tener deseos insatisfechos, perdería todo respeto hacia
la majestad real y me creerían igual a ellos. Mi reino caería hecho
pedazos” Luego, agregó, mirando fijamente a la viuda:-“A propósito,
que ojos tan bellos tenéis, señora mía. Os parecen bellos -repuso la señora -
por que vos lo necesitáis pero d mí sólo me sirve para llorar…”
“Daría todo lo que me
fuera solicitado. Hasta mi reino. Yo ame a un príncipe que vino del mar hace
tres años- dijo la señora- Yo os daría mis ojos, os llenaría la copa de sangre
y si vos me dierais el secreto para que nazca el fruto de mi amor tal como
yo lo –deseo”
-“púes bien - dijo
el Hipocampo de oro Vuestro hijo nacerá. Oídme y obedéceme: Cuando me
entreguéis tus pupilas, me des la copa de sangre y moriréis en seguida, pero
vuestro hijo habrá nacido ya. ¿Estás resuelta?”, dijo la señora Glicina. Y la
dama se arrancó y entregó sus ojos al hipocampo que se los puso en
sus cuencas ya vacías.
-“¡Ahora dame mi
hijo! – exclamó la señora. Sea. ¡Adiós! Tú lo quieres así. Mañana, después del
crepúsculo morirás, pero tu hijo vivirá con la virtud del amor, para siempre”. “Gracias,
¡Oh rey del mar! ¿Qué vale lo que te he dado cuando tú me has dado un hijo?”… Más
no lo oyó el hipocampo de oro porque ya había hundido en el mar
dejando una estela rutilante entre las ondas frágiles.
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