martes, 9 de febrero de 2016

HIPOCAMPO DE ORO



   El hipocampo de oro


La casa de la señora Glicina era pequeña y limpia. En la aldea de pescadores ella era la única mujer blanca entre los pobladores indígenas. Alta maciza, flexible, ágil, en plena juventud. Más la señora Glicina no era feliz: viuda y estéril.
Un día apareció un barco extraño, con un gallardo caballero. Durmió con ella sin que ella le preguntara nada, porque ambos tenían la conciencia de que eran el uno para el otro, se confundieron con un beso. Y la señora Glicina fue desde ese momento la viuda de la aldea. Pasaron tres años, caminaba la viuda por la orilla de la playa. Caía la noche. Entonces un animal rutilante surgió entre las aguas agitadas Y empezó a llorar desconsoladamente.
- “¿Por qué eres tan desdichado señor?- Un rey bien puede decirle a sus súbditos que le de todo lo que tienen pero no la felicidad. Si mis siervos supieran que su rey podía tener deseos insatisfechos, perdería todo respeto hacia la majestad real y me creerían igual a ellos. Mi reino caería hecho pedazos” Luego, agregó, mirando fijamente a la viuda:-“A propósito, que ojos tan bellos tenéis, señora mía. Os parecen bellos -repuso la señora - por que vos lo necesitáis pero d mí sólo me sirve para llorar…”

- “¿Qué darías, Oh rey de oro, por conseguir estas tres cosas?”
“Daría todo lo que me fuera solicitado. Hasta mi reino. Yo ame a un príncipe que vino del mar hace tres años- dijo la señora- Yo os daría mis ojos, os llenaría la copa de sangre y si vos me dierais el secreto para que nazca el fruto de mi amor tal como yo lo –deseo”
-“púes bien - dijo el Hipocampo de oro Vuestro hijo nacerá. Oídme y obedéceme: Cuando me entreguéis tus pupilas, me des la copa de sangre y moriréis en seguida, pero vuestro hijo habrá nacido ya. ¿Estás resuelta?”, dijo la señora Glicina. Y la dama se arrancó y entregó sus ojos al hipocampo que se los puso en sus cuencas ya vacías.
-“¡Ahora dame mi hijo! – exclamó la señora. Sea. ¡Adiós! Tú lo quieres así. Mañana, después del crepúsculo morirás, pero tu hijo vivirá con la virtud del amor, para siempre”. “Gracias, ¡Oh rey del mar! ¿Qué vale lo que te he dado cuando tú me has dado un hijo?”… Más no lo oyó el hipocampo de oro porque ya había hundido en el mar dejando una estela rutilante entre las ondas frágiles.

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