martes, 9 de febrero de 2016

LA CIUDAD MUERTA



La ciudad muerta


El narrador, que se describe como médico, escribe la carta supuestamente a bordo de un barco en el mar de Río de Janeiro, con fecha del 12 de febrero de 1911. Va dirigida a su novia francesa, a quien había abandonado pocos días antes de realizarse la boda, tras enterarse que ella había sido antes novia de Henri d’Herauville, un novelista francés que había desaparecido misteriosamente en un viaje que realizara a un país de América, hacia donde fue para conocer la “Ciudad Muerta”. Sucedía que el nombre de Henri d’Herauville pertenecía al pasado de ambos, un recuerdo penoso que cada uno creía ya superado, aunque al momento de comprometerse en noviazgo lo ignoraban.

El médico había conocido tiempo atrás a D’Herauville, cuando trabajaba como oficial de sanidad en el puerto de C””, recibiendo a los buques que entraban en la rada. Buena parte de los visitantes solían ser turistas extranjeros que venían a conocer las ruinas de una antigua ciudad colonial, la “ciudad muerta”, que se extendía cerca del puerto, a tres kilómetros del mar. Uno de esos viajeros ansiosos de visitar ese antiguo asentamiento era D’Herauville, quien se hizo amigo del médico y le pidió que fuera su guía en su visita a la “ciudad muerta”, conduciéndole hasta sus subterráneos, de los cuales se contaban muchas historias fantásticas.

Al principio el médico se negó, recordándole que anteriormente hubo casos de visitantes osados que se adentraron en las ruinas y de los que no se supo más. Ilustración de Valdelomar para “La ciudad muerta”. La señora Bretigne y sus dos niñas. En la revista Ilustración Peruana, abril de 1911.
Le contó, por ejemplo, un caso del que había sido testigo, protagonizado por Rosso Benedetti, un pintor saboyano, quien llevaba siempre consigo una pequeña escultura en madera de la Virgen con el niño, del siglo XVI. Rosso se metió por un pozo situado en la antigua plaza principal de la ciudad y no volvió a salir.

El médico, consternado, solo pudo escuchar en el suelo unos golpes sordos que venían del seno de la tierra, como si Rosso, perdido en el interior, pidiera ayuda.

Pero el médico no tuvo el valor de ir a buscarlo, y esto le produjo una terrible desazón y un complejo de culpabilidad. Años después, hallándose en la playa junto a la señora Bretigne y sus pequeñas hijas rubias, Claudine y Fiorenze, una de las niñas se le acercó aterrada y llorando, diciendo que había visto un horrible animal;

al principio el médico pensó que se trataba de un simple ataque de nervios, pero luego se horrorizó él mismo cuando vio que la niña cogía en una de sus manos la estatuilla de madera de Rosso. ¿Habría acaso bajo la superficie de la ciudad muerta un conducto o río que lo conectaba con el mar? Todo ello era perturbadoramente misterioso.
Sin embargo ninguna razón sirvió para hacer desistir a D’Herauville de su proyecto de bajar por los subterráneos de la ciudad muerta. Ni siquiera cuando el médico se explayó en una teoría “científica” sobre las “localizaciones cerebrales”, que trataba de explicar la razón por la que una persona que se adentraba a los subterráneos no podía orientarse y terminaba perdiéndose en los laberintos de aquel inframundo.
Resignado pues, el médico accedió acompañar a D’Herauville. Era medianoche y con luna llena cuando pusieron en marcha el plan. D’Herauville llevó consigo dos kilómetros de cuerda resistente;

su plan era atarse la cuerda y bajar por el pozo o abertura grande situada en la antigua plaza, mientras afuera le esperaría el médico sujetando el otro cabo de la soga. Pasado algún tiempo, el médico sintió que la cuerda era jalada insistentemente, como si D’Herauville pidiera ayuda;

pero, nuevamente como había sucedido con Rosso, no tuvo el valor para ir en busca de su amigo, y al final, con horror sintió escabullirse definitivamente la cuerda de sus manos, sin atinar a hacer nada.

Terriblemente conmovido y afectado, atribuyó la culpa de la desgracia a la luna y su influencia maligna en los seres vivos, y textualmente le dice en la carta dirigida a Francy: “Perdóneme Ud., Francinette, culpe Ud. a la luna; Henri d’Herauville, su amigo de la infancia, su novio, mi compañero, mi queridísimo Henri, había desaparecido para siempre.”
Luego de dar vueltas completamente aterrado a lo largo y ancho de la “ciudad muerta” el médico retornó al puerto. Al día siguiente, y a manera de cerrar esa página tan dolorosa, se embarcó y se mudó a la ciudad de M", donde tiempo después conocería a Francinette, sin saber su vínculo con D’Herauville. Cuando se enteró de ello, en vísperas de su boda, fue como si los fantasmas del pasado volviesen para atormentarle.



EL ALMA DE LA QUENA



         El alma de la quena

El Inca, en la terraza vio caer el Sol, en paz de la tarde, oyendo la misma melodía que escuchara en el camino la víspera. Es tan divina esa música, Pachacámac, respondió Coya Chimpu, que no parece el canto de un hombre ni el sonido de una quena. Si fuera un hombre el que toca esa música, me gustaría tenerlo en el palacio. El inca escuchó con toda su atención y dijo al fin, haciendo palmas como un niño:
·         -¡Yma Samiyock! ¡Es una quena! ¡Buscad y traed a ese hombre! ...
Los guardias de palacio decían: “Que Mamá Quilla lo ha desterrado para que haga morir a los hombres con sus canciones de dolor”.
 “¿Quién eres?”, preguntó el inca. “Soy, Viracocha, del Ayllo vecino a la ciudad imperial”… “¿Quién te enseñó a tocar la flauta? No me enseñó nadie,
Las blancas mujeres del norte dicen: El inca, tu padre, quiere serte favorable: el hijo del sol te dará lo que quieras Pide. Desde hoy vivirás en mi palacio y en mis jardines, donde tu alma olvidará tu dolor y tu quena alegrará el castillo... Tocarás la quena
¡Voy hacerte feliz!... Tendrás trajes suaves de alpacas tiernas y siervos que colmen tus deseos... Pero tocarás la quena”. ¡Padre mío! ¡Déjame ir por el Mundo! ¿Quieres que sea feliz y que mi quena llore? No me des fiestas ni riquezas, ni siervos, ni palacios.
Déjame salir, hijo del sol, poderoso, Viracocha; no me arrebates lo único que me queda en la tierra; no desencantes mi quena, no deshagas mi vida... Ve por el mundo, Divino Errante. Lleva esta insignia del Inca para que nadie se oponga a tu marcha... Ve... ¡Yma Sumac Yaqui!...
- “¡Aiguayá!... ¡Aiguayá! "(¡Adiós!, ¡adiós!) Dijo y beso el suelo a los pies del monarca. Volvió a oírse el eco iste y desolado de la quena, en las frondas lejanas.
-¡Yma Sumac Yaqui!... ¡Yma Sumac Yaqui!... Dijo el inca a la coya.
-¡Aiguayá!... sonó a lo lejos la voz del artista.
La luna se ocultó.

HIPOCAMPO DE ORO



   El hipocampo de oro


La casa de la señora Glicina era pequeña y limpia. En la aldea de pescadores ella era la única mujer blanca entre los pobladores indígenas. Alta maciza, flexible, ágil, en plena juventud. Más la señora Glicina no era feliz: viuda y estéril.
Un día apareció un barco extraño, con un gallardo caballero. Durmió con ella sin que ella le preguntara nada, porque ambos tenían la conciencia de que eran el uno para el otro, se confundieron con un beso. Y la señora Glicina fue desde ese momento la viuda de la aldea. Pasaron tres años, caminaba la viuda por la orilla de la playa. Caía la noche. Entonces un animal rutilante surgió entre las aguas agitadas Y empezó a llorar desconsoladamente.
- “¿Por qué eres tan desdichado señor?- Un rey bien puede decirle a sus súbditos que le de todo lo que tienen pero no la felicidad. Si mis siervos supieran que su rey podía tener deseos insatisfechos, perdería todo respeto hacia la majestad real y me creerían igual a ellos. Mi reino caería hecho pedazos” Luego, agregó, mirando fijamente a la viuda:-“A propósito, que ojos tan bellos tenéis, señora mía. Os parecen bellos -repuso la señora - por que vos lo necesitáis pero d mí sólo me sirve para llorar…”

- “¿Qué darías, Oh rey de oro, por conseguir estas tres cosas?”
“Daría todo lo que me fuera solicitado. Hasta mi reino. Yo ame a un príncipe que vino del mar hace tres años- dijo la señora- Yo os daría mis ojos, os llenaría la copa de sangre y si vos me dierais el secreto para que nazca el fruto de mi amor tal como yo lo –deseo”
-“púes bien - dijo el Hipocampo de oro Vuestro hijo nacerá. Oídme y obedéceme: Cuando me entreguéis tus pupilas, me des la copa de sangre y moriréis en seguida, pero vuestro hijo habrá nacido ya. ¿Estás resuelta?”, dijo la señora Glicina. Y la dama se arrancó y entregó sus ojos al hipocampo que se los puso en sus cuencas ya vacías.
-“¡Ahora dame mi hijo! – exclamó la señora. Sea. ¡Adiós! Tú lo quieres así. Mañana, después del crepúsculo morirás, pero tu hijo vivirá con la virtud del amor, para siempre”. “Gracias, ¡Oh rey del mar! ¿Qué vale lo que te he dado cuando tú me has dado un hijo?”… Más no lo oyó el hipocampo de oro porque ya había hundido en el mar dejando una estela rutilante entre las ondas frágiles.

LA PARACA



                      La Paraca


En la aldea de pescadores de San Andrés vivían tres hermanos: Nicolás, el fuerte y grave, Roque, el blandón y alegre, y Delio el contemplativo; ellos eran jóvenes y dedicados a la pesca. Vivían con sus ancianos padres en una casa humilde. 
Tenían un bote llamado «La Margarita» con el que reportaban abundante pescado que enviaban a Ica, ganándose así la vida. 
Un día salieron a buscar corvinas, por lo que se internaron mar adentro, junto con otros botes de pescadores.
Para ellos era solo una actividad rutinaria, sin embargo, al cabo de un rato, se desató una paraca o viento fuerte. 
Los pobladores de San Andrés sintieron miedo, pues el viento solía empujar a las embarcaciones contra las rocas filudas de una punta de tierra llamada «El Boquerón», cobrando víctimas. 
Los pescadores más viejos recordaban episodios de ese tipo. 
Al anochecer y a hasta el día siguiente fueron retornando una tras otra todas las embarcaciones, menos «La Margarita».
Entonces salieron quince embarcaciones a buscarla, pero desgraciadamente no divisaron ningún rastro del bote perdido, ni de sus ocupantes. 
La búsqueda se intensificó en los días siguientes, pero al llegar el sexto día la esperanza se había perdido.
Rosa, una muchacha que amaba a Delio, iba todos los días a la playa a contemplar el mar y sufría mucho al no divisar buenas nuevas. 
Al séptimo día el pueblo imaginó lo peor. Todos estaban muy desolados, pero especialmente Rosita y los ancianos padres de los jóvenes extraviados. 
Dándoles por fallecidos, algunos se vistieron de negro y otros se amarraron cintas negras en los brazos. Como señal de duelo, ninguno salió a pescar durante ocho días. 
La casa de las jóvenes, otrora alegre y lucida, quedó abandonada. Nunca se encontraron los cuerpos de las víctimas.

la ciudad de los tísicos


La ciudad de los tísicos

En la primera parte El Narrador recuerda su llegada del viaje a la capital y a la dama que le impactó al narrador en una tienda de perfumes, la dama solo usaba un tipo de perfume “Flor de Lys” y no encontraba en la perfumería, luego el narrador la busca, hace entender que él poseé el perfume al final se la envía como regalo. La segunda parte trata de los paseos y museos de Lima que hace el Narrador Protagonista, visita la quinta del Virrey Amat donde pone en imaginación sobre las estructuras, los jardines que eran inspiradas en La perricholi.

Una mujer encantadora de la época de quien se enamora el Virrey, luego visita los museos de la capital donde admira las obras artísticas de la época colonial, incaica, el narrador enaltece los cuadros de Ignacio Merino, las esculturas incaicas que en el fondo manifestaban representaciones de la vida y muerte de aquel pueblo.
El narrador hace diferencia sobre cómo era representada la muerte en la época colonial como en la época incaica: un tambor anunciaba la muerte en la época incaica, en la época colonial la terrible Arquero de Baltazar Gavilán por último hace una referencia sobre la tumba del encomendero Francisco Pizarro y su catedral.

La última parte trata del viaje que debe realizar el narrador hacia la ciudad B, a visitar a la tumba de su amigo Abel Rosell y a conocer, las cosas fantásticas que le había escrito su amigo desde su llegada hasta su muerte quiso conocer a los personajes que su amigo Abel le contaba.

Pero lo más conmovedor es cómo en una ciudad de enfermos de tisis la muerte es ya natural, no hay miedo a la muerte sino vivir la vida lo mejor posible, disfrutar la vida en todas sus dimensiones porque ante la muerte no se podrá hacer nada, hasta saben cuándo deben morir. Al final recibe una carta de invitación a la Quinta de la Dama de perfumes, una hora antes de salir de viaje asiste a la invitación y le cuenta que debe salir de viaje, le cuenta el caso y dama le dice que no salga de viaje.
La novela termina en que el narrador no realiza el viaje. Descubre a Magdalena de Liniers (La dama misteriosa).

Hevaristo el sauce que murió de amor


Hevaristo el sauce que murió de amor

Hevaristo Mazuelos, el farmacéutico de P. y Hebaristo, el sauce fúnebre, Mazuelos era huérfano y guardaba al igual que el sauce, un vago recuerdo de sus padres. Así como el sauce era árbol que solo servía para cobijar a los campesinos a la hora cálida del medio día, Mazuelos solo servía en la aldea para escuchar las charlas de quienes solían cobijarse en la botica.
Y así como el sauce daba una sombra indiferente a los gañanes mientras sus raíces rojas jugueteaban en el agua de la acequia, así él oía con desganada abnegación, la charla de los otros, mientras jugaba, el espíritu fijo en una idea lejana, con la cadena de su reloj, o hacía con su dedo índice gancho a la oreja de su botín de elástico, cruzadas, unas sobre otras, las enjutas magras piernas.
Mazuelos estaba enamorado de Blanca Luz, hija del juez de Primera Instancia.
Aquel sauce, como el farmacéutico Mazuelos, sentía, desde muchos años atrás. La necesidad de un afecto, el dulce beso de una hembra. Envejeció Hevaristo, el enamorado boticario, sin tener noticias de su amada Blanca Luz.
Envejeció Hebaristo, el sauce de la parcela, viendo secarse, estériles, sus flores en cada primavera. El árbol amigo que quizás comprendía la tragedia de esa vida paralela, dejaba caer sus hojas sobre el cansino y encorvado cuerpo del farmacéutico. Un día el sauce esperó vanamente la llegada de Mazuelos.
El farmacéutico no vino. Aquella misma tarde el carpintero enviado por el dueño de la “Carpintería y confección de Ataúdes de Rueda e Hijos”, llegó con una tremenda hacha y taló el sauce. Por la misma calle venían juntos el sauce y el farmacéutico, ahora si unidos para siempre. El sauce sirvió para el cajón del farmacéutico.
El alcalde, tomó la palabra: “aunque no tengo las dotes oratorias que otros, agradezco el honroso encargo que la sociedad de socorros Mutuos a depositado en mí, para dar el último adiós al amigo noble y caballeroso que esta en este ataúd de duro roble”
Al día siguiente el dueño de la funeraria, lleva al señor Urzueta una factura por un ataúd de roble por 18.70 soles.
El alcalde reclamó  que el ataúd no era de roble sino de sauce.


yerba santa


                         

                           Yerba santa
                                                                                                                                                                                                    Los hermanos Valdelomar lo veían como un hermano mayor a Manuel y lo estimaban como tal. Cuando iban todos a pasear y cazar, él dirigía el grupo. Más, de pronto, una tristeza oculta lo envolvió. En el desembarcadero cantó un yaraví que evocaba un amor que nunca volvió. 
                                                                                                                                                                                                    Tan mal se puso el joven que lo mandaron donde su madre, la señora Eufemia, quien radicaba en Ica.
En Semana Santa la familia Valdelomar viajó a Ica, alojándose en la casa de la abuelita. Allí todo era bueno: las frutas, las comidas y las plantas.
En jueves Santo desfilaban los hacendados con sus ofrendas hacia la Iglesia del Señor de Luren.
Llegaban con caballos de paso, en ambiente multitudinario, lleno del ruido característico de fieles y vendedores.
Durante la ceremonia los niños no podían cantar, ni jugar, ni hablar fuerte porque era el día de la muerte del Señor. Terminada la festividad, la familia se preparó para retornar a Pisco, pero antes fueron todos a la hacienda San Miguel, propiedad de los tíos José y Joaquina, que antaño había pertenecido a los abuelos de Abraham. Les acompañó en la excursión el joven Manuel.
En la hacienda había una vieja casona con un galpón donde antaño eran recluidos los esclavos negros. Pasaron luego a visitar otra hacienda aledaña, perteneciente a una familia amiga.
La tierra era fresca y fecunda, siempre húmeda y con árboles frutales muy altos. Ya de noche y a pedido de los mayores, Manuel cogió la vihuela y cantó un yaraví. Al terminar pidió permiso para retirarse, y montando su caballo, se perdió raudo por el camino. Un búho pasó por el comedor, como mal presagio.
Al día siguiente la familia volvió a Ica y allí se enteraron de la desgracia: Manuel se había suicidado. A los niños no se les permitió conocer los detalles del suceso.
Durante el sepelio, un cortejo conformado mayormente por gente joven despidió para siempre al amado Manuel. La familia Valdelomar retornó a Pisco en medio de una tristeza que perduraría por mucho tiempo



              

los ojos de judas


              
Los ojos de judas

El tema es la traición .Judas fue un traidor y en el pueblo costeño de Pisco acostumbran en Semana Santa confeccionar un muñeco y en la plaza central de la ciudad lo queman en señal de justicia, en señal de venganza.
Judas traicionó a Jesús, Luisa traicionó a su esposo (el juez lo consideraba sospechoso de un asesinato, le amenazó con  detener a su hijo si no decía la verdad, entonces Luisa declaró que  Fernando, su esposo había ido a Pisco con el único fin de asesinar a Kerr. Kerr había muerto apuñalado y ahora Fernando está en prisión).
El mismo día que entierran a Kerr el hijo de Luisa desaparece, lo habían robado, entonces Luisa queda sin esposo, sin hijo, sola y con un inmenso peso en la conciencia.
Desequilibrada y triste pero llena de ternura, vaga por la playa y encuentra al pequeño Abraham de 9 años, conversan, van juntos a la plaza a ver quemar a Judas, Luisa con inmenso temor se identifica con Judas y en especial con los ojos de Judas, se siente acusada por esos terribles ojos  que parecen mirar al mar.
Luisa queda pensativa, mira detenidamente hacia el mar y parece tomar una decisión. Se despide cariñosamente de Abraham, no sin antes preguntarle repetidas veces si perdonaría a Judas a lo que Abraham responde categóricamente que no.
Al momento en que Judas es quemado sus ojos enrojecen, parecen mirar a un punto fijo en el mar, el pueblo entero sigue la mirada y divisan a lo lejos el cadáver de un ahogado. Al ser traído por el mar a la orilla lo ponen a los pies de Judas que terminaba de quemarse. Con gran terror Abraham descubre que el cadáver es de  la señora Luisa.
El niño muy impactado grita muy fuerte ¡Si lo perdono señora, sí perdono a Judas!



miércoles, 3 de febrero de 2016

ABRAHAM VALDELOMAR



Pese a que su tránsito por este mundo fue muy corto, Abraham Valdelomar (1888-1919) es considerado uno de los escritores peruanos más destacados de este siglo. Su mayor aporte a nuestra Literatura lo encontramos en sus cuentos, género literario que cultivó con mucha creatividad y emotividad.
ABRAHAM VALDELOMAR
ABRAHAM VALDELOMAR
Abraham Valdelomar es un caso excepcional dentro de la literatura peruana. Elogiado y atacado en vida como ningún otro escritor de su país, estuvo decidido a triunfar en su medio para lo cual no dudó en adoptar posturas desafiantes y escandalosas a la manera de Oscar Wilde, a quien seguramente quiso imitar. Sin embargo, detrás del decadentismo que solía mostrar en público y su apego a las frases brillantes e irónicas, se descubre un auténtico temperamento artístico, lleno de sentimiento y nostalgia, que se manifiesta en sus mejores poemas y en los cuentos criollos que forman su libro El Caballero Carmelo. Este contiene algunos de los mejores relatos escritos en el Perú.


ABRAHAM VALDELOMAR

El 1º de noviembre de 1919 Abraham Valdelomar sufrió un accidente mientras participaba en la segunda sesión preparatoria del Congreso, a consecuencia del cual murió al cabo de dos días, siendo trasladados sus restos a Lima, luego de ser embalsamados. Póstumamente se publicó Los hijos del sol (cuentos incaicos, Lima, 1921), conjunto de relatos escritos alrededor del año 1910, y Tríptico heroico (Lima, 1921), libro de poemas patrióticos dedicados a los niños de las escuelas del Perú. Su obra literaria, formada por los pocos libros que publicó y sus trabajos que se encuentran desperdigados en numerosas publicaciones periódicas, ha sido objeto de diversas recopilaciones, la última -y también la más completa- con el título de Obras (2 vols., Lima 1988).



                          ABRAHAM VALDELOMAR

Escritor peruano. Nació en la ciudad de Ica el 27 de abril de 1888 y murió en Ayacucho el 3 de noviembre de 1919. Abraham Valdelomar fue hijo de Anfiloquio Valdelomar Fajardo y de Carolina Pinto. Siguió sus estudios primarios en la ciudad de Pisco y en la Escuela Municipal Nº 3 de Chincha, y los secundarios en el Colegio Nacional de Nuestra Señora de Guadalupe de Lima (1900-04), donde fundó la revista La Idea Guadalupana (1903) al lado de su compañero Manuel A. Bedoya.
En 1905 Valdelomar se matriculó en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, pero dejó las clases al año siguiente para emplearse como dibujante en las revistas Aplausos y silbidos, Monos y Monadas, Actualidades, Cinema y Gil Blas, donde también trabajó como director artístico.
En 1909 publicó sus primeros versos de estilo modernista en la revista Contemporáneos y al año siguiente decidió reanudar sus estudios, aunque la universidad nunca le interesó mucho, y en 1913 terminó por abandonarla definitivamente.